Érase una vez una bellísima y famosa joven llamada Hoan Lan, que vivía en un poblado de China. Todos la conocían y admiraban su hermosura, ella era muy presumida, vanidosa y carecía absolutamente de sentimientos; por ello, disfrutaba haciendo sufrir y padecer a sus enamorados.
Kien Fu era un joven artesano quien, con infinita paciencia y amor, talló el jade y modeló el oro, engarzando delicadas y preciosas joyas que regaló a Hoan Lan. Ella, después de adornarse y engalanarse con todas las joyas, se mofó del artesano y lo despreció. Kien Fu, desesperado, acabó con su triste vida ahogándose en el río Amarillo.
Nguyen Ba, pintor, obtuvo colores llenos de vivacidad, dulzura, cariño y pasión, totalmente desconocidos hasta entonces, para pintar a su amada. Ella, después de exhibir con orgullo el magnífico retrato, despreció al artista que desapareció para siempre jamás en el interior de la inexpugnable selva.
Mai Da, alquimista, quiso demostrar su amor a la voluble joven, inventando un delicioso perfume de fragancia singular, digno de reinas. Ella, tras perfumarse mandó a su adorador calle abajo, el alquimista sintió que su vida ya no tenía sentido y se envenenó.
Cung Le, llevó su perseverancia a incrustar nácar en una pulsera de ébano, la ingrata aceptó la pulsera y él finalmente enloqueció de amor.
Pero los dioses se enfurecieron ante tanta maldad y decidieron que había llegado el momento de escarmentar a la joven con un castigo: Hoan Lan quedó extasiada ante los encantos del famoso Mun Cay, enamorándose perdidamente de él. Desde ese momento, la chica soñaba en su lecho de finas sedas, adornada con su pulsera de nácar, con su adorado, cuyo nombre repetía entre sus labios cual mariposa revolotea sobre una rosa. Al levantarse se bañaba en la piscina y se adornaba con sus joyas más preciadas para ver pasar a su querido Mun Cay, quien apenas se dignaba elevar sus ojos para verla. Nunca él había mostrado el más mínimo interés por la fama y la hermosura de la joven.
Los días pasaban lentamente y Mun Cay no cejaba en su cruel indiferencia. Un día, la joven decidió abordar al joven y declararle su pasión. "No me interesas, eres como todas las demás, Para mi no vales nada. Si fueses como aquella a la que amo... Esa sí es una diosa. Tú, mísera Hoan Lan, con toda tu vanidad, no sirves ni para atar las cintas de sus sandalias". Y con una sonrisa desdeñosa se apartó. En medio de su desesperación, Hoan Lan, se acordó del dios que vivía en la montaña de Tan-Vien. Tal vez él pudiera ayudarla. A pesar de la noche oscura y lluviosa, la joven se dirigió al monte sagrado, donde residía su última esperanza. La entrada al templo subterráneo permanecía guardada por un terrible dragón. Le suplicó le permitiera entrar y tras mucho insistir consiguió acceder a un extenso corredor, caminando por entre horrorosas serpientes que le mordían sus desnudos pies. Cuando, finalmente, alcanzó las proximidades del trono, se postró de rodillas y comenzó a implorar desesperadamente: "Cúrame, sufro horrorosamente. Amo a Mun Cay y él me desprecia". El dios le respondió: "Es justo castigo, porque lo mismo hiciste tú a tus apasionados". "Oh, todo poderoso, ten piedad de mí. Concede para mí el amor de mi querido Mun Cay. Sabes bien que no puedo vivir sin él". "Vete de aquí", rugió el dios, "nada conseguirás con tus lamentos, el castigo que pesa sobre ti fue impuesto por Kama, quien todo lo sabe. Es justo que sufras. Sal ahora mismo de mi templo".
Al salir, Hoan Lan se encontró con una bruja de pies de cabra. "Famosa joven", le dijo la bruja, "sé que eres muy desgraciada. ¿Quieres vengarte de Mun Cay? Si me vendes tu alma, juro que si Mun Cay no te ama, nunca amará a otra mujer". Hoan Lan volvió a su casa, que le parecía una cárcel. Salía a los bosques para distraer sus penas, pero siempre en vano. Un buen día, viendo a lo lejos a su adorado Mun Cay, corrió hacia él y, cuando se disponía a abrazarlo, el joven fue transformado en un árbol de ébano. Inmediatamente, apareció la bruja que, con una gran carcajada, le dijo: "De esta manera tu amado no podrá ser nunca de otra mujer". "¡Bruja infame!", exclamó llorando, la pobre Hoan Lan, "¿Que le hiciste a mi adorado? Devuélvelo a su normalidad o mátame". "Contratos son contratos", replicó la bruja, riendo satánicamente. "Cumplí lo que prometí. Mun Cay, aunque nunca te ame, no amará a otra mujer. Prometí y cumplí. Tu alma me pertenece".
Hoan Lan, abrazada al pie del árbol, clamaba desesperadamente a su tronco inmóvil: "Perdóname, Mun Cay". Hoan Lan iba palideciendo y tornándose en un delicadísimo color lila. Los ojos de la joven brillaban como puntos de oro y sus carnes adoptaban tonalidades de nácar. Sus hermosos brazos se enrollaban en el tronco, con desgarradora súplica.
De esta prodigiosa manera apareció la primera orquídea en la Tierra. Quizás esta vieja leyenda sea el origen por el que algunas personas mantienen la creencia del parasitismo, inexistente, de las orquídeas epífitas.
(Publicado en la revista "Mulher Perfume", editada el 1 de febrero de 1935 )
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